domingo, 8 de marzo de 2009

MITOS NÓRDICOS ESCANDINAVIA


EL DIOS ODIN O WOTAN

Cuenda el Edda que antaño hubo un rey (Gylfi, en. nórdico), que para premiar los maravillosos traba­jos que en su obsequio realizó una especie de danzari­na ambulante que pasó por su reino, le dijo:

—Te daré, dentro del país donde gobierno, tanta tie­rra de cultivo como puedan arar cuatro bueyes en un día y una noche.

Aquella mujer era de la raza de los ases o asen, nombre que significaba lo mismo, habitantes de cierto apartado país de dioses, y, haciendo uso de su mágico poder, cogió los cuatro bueyes, que también tenían algo de sobrenatural, los unció a un arado, y tanto profun­dizó éste en la labor, que arrancó toda la tierra por donde pasaban y se la llevó hacia el mar, con dirección al Oeste, hasta llegar a un estrecho, donde se detuvie­ron para arrojarla, mientras que todo el sitio donde antes había estado la tierra se llenó de agua.

La mujer milagrosa dio a dicha tierra, arrancada de Suecia, el nombre de «Saelund» (Zelandia), y de «lago», sin precisar más, al agua que quedó detrás de ella, con­virtiéndola así en isla.

Cuando el rey o gylfi vio el prodigio realizado por la mujer de los ases, quiso saber, temeroso ya de ma­yores males, si el poder que tenían tales gentes era pro­pio de las razas o de las divinidades que éstas adoraban. Y disfrazándose de viejo trotamundos, emprendió, en el mayor secreto, un viaje hacia la lejana tierra de aquellos hombres misteriosos, llamada en lenguaje nór­dico Asgard.

Pero como los ases, por su naturaleza sobrehumana, poseían la cualidad de adivinos, mucho antes de que llegara el real viajero ya sabían que había emprendido la marcha, y se prepararon para recibirle produciendo en él deslumbrantes visiones de hechicería.

Así, cuando llegó el rey, lo primero que se ofreció a su vista fue una altísima plaza pública cercada y cu­bierta, cuyo techo estaba formado por bélicos escudos de oro, en vez de vulgares bardas de corral.

En el portal de aquélla hallábase un hombre entre­tenido en hacer juegos malabares con cuchillos, de los cuales mantenía siempre en el aire no menos que siete a la vez.

—¿Cómo os llamáis y qué queréis? —preguntó éste al recién llegado.

—Me llamo Peón y deseo que me den albergue para pasar aquí esta noche, y saber, además, a quién per­tenece aquella admirable plaza —respondió el viajero.

—Al rey —contestó el hombre que hacía las veces de portero—, y, si quieres, yo mismo te llevaré a su pre­sencia.

Dicho lo cual, entraron ambos en la plaza e inmedia­tamente se cerró tras ellos, por sí sola, la puerta.

A la vista del forastero se ofrecieron multitud de hombres, de los cuales unos jugaban, otros bebían, y otros se ejercitaban en combatir con las armas primi­tivas de que iban provistos. Más allá había tres estra­dos en los que estaban sentados tres graves personajes. El más alto de los asientos lo ocupaba el rey, cuyo nombre, «Har», significaba «Sublime». Los otros, más bajos, eran para los que parecían ser sus ayudantes o ministros.

A esta especie de tribunal, que algo tenía de trini­dad, dirigió el viejo forastero una interminable serie de preguntas, que le fueron contestadas, acerca de la naturaleza de los dioses, del origen del mundo y del final que tendría. De todo obtuvo su correspondiente respuesta.

Le dijeron que mucho antes de que existiera el mun­do, el Padre Universal y Eterno habitaba en su palacio de la Luz, mientras que Sutur el Negro, vivía en las regiones de las Tinieblas o reino de los Muertos, rodea­do de doce ríos hirvientes y venenosos.

Entre estos dos palacios, representación del más in­tenso resplandor y la más total oscuridad, existía la Nada, el Caos, el insondable abismo, sin conocerse ni mar, ni tierra, ni vientos, ni siquiera el cielo que se cierne sobre nuestras cabezas.

Los vapores que erraban por el espacio, salidos de los ríos venenosos, se condensaron, y el veneno que contenían se transformó en escarcha, que cayó al abis­mo. Las chispas que saltaban de la región del fuego fundieron el hielo, y sus gotas, al caer, formaron a Imer, progenitor de los gigantes del hielo,-raza odiosa y mal­vada, que eran anteriores al mundo.

Nada más nacer Imer, a su alrededor no había otra cosa que nieve, hielo y agua, con lo que no sabía de qué alimentarse. Pero he aquí que un rayo de sol derritió la nieve y surgió una vaca maravillosa, llamada Andumia, cuyas ubres manaban leche a raudales.

Con ella se alimentó Imer, y tal vigor adquirió, que rápidamente formó otros gigantes de gran valor y ex­traordinaria violencia. En realidad, del sudor produ­cido en la mano izquierda de Imer durante su sueño nacieron un hombre y una mujer, y de uno de sus pies un hijo con seis cabezas. De él procedía la raza mal­dita de los gigantes malhechores.

La vaca Andumia alimentaba a los gigantes, pero como no había pastos no tenía con que alimentarse, por lo que lamía las piedras cubiertas de sal y hielo. Y poco a poco fueron saliendo de estas piedras la ca­beza, el tronco, los brazos y las piernas de un hombre joven llamado Bora, progenitor de los dioses.

¿Qué ocurrió con Imer? Al fin murió asesinado y su cuerpo fue a parar al abismo. Con él se formó el mun­do, de su carne la tierra, de su sangre el mar que la rodea como un anillo, las montañas proceden de sus huesos, los bosques de sus cabellos, de su cráneo el cielo, de sus sesos los pesados nubarrones y de sus dien­tes las piedras. En cuanto a las chispas que brotaban de la región del fuego, sirvieron para formar con ellas, en el cielo, las estrellas.

Por lo que respecta a los ases, éstos eran de origen divino. Fueron formados por su dios Odin (el Wotan germano), de dos deformes troncos de árbol, el uno de fresno, y el otro de olmo. Al del fresno lo convirtió en hombre, y al del olmo en mujer; de ellos proviene la actual humanidad, que tuvo en primer lugar el alma y la vida; en segundo, la inteligencia y el movimiento; en tercero, la palabra, el oído y la vista.

Y después que Odín creó al hombre y a la mujer les dio como morada un sitio excepcional: un paraíso.

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