miércoles, 11 de marzo de 2009

LA MANSIÓN DE LOS DIOSES (Escandinavia)


LA MANSIÓN DE LOS DIOSES

Odín o Wotan, creador del Universo, padre de los dioses y de los hombres, cuyo brillante ojo era el sol, cuando no cabalgaba sobre las nubes a través del espa­cio residía en el Walhalla (cielo empíreo). Y allí, apo­sentado en elevado trono, veía todo lo que hacían los dioses y los hombres.

De Odín, el Padre Universal, nació Thor, dios del rayo y del trueno, que no se producían más que cuando daba, con fuerza superior a la de los otros dioses, terribles golpes con el enorme martillo que siempre empuñaba.

Todo lo que Odín tenía de amable, inteligente y bue­no, tan espiritual que no necesitaba comer y sólo se alimentaba de vino, tenía Thor de brutal, hosco, torpe y gran comedor y bebedor, del que a cada momento se estaba burlando Loki, otro dios, que siempre estaba de broma.

El Walhalla era un recinto cercado como una fortaleza inexpugnable. Walgrind, la cerca de los muertos, cuya artística cerradura ningún mortal podía abrir, con­ducía a la mansión del dios Odín. Y a través de la selva Glasir, cuyos árboles brillaban con el resplandor del oro, se llegaba a la sala del Padre Universal.

El lobo y el águila —los animales del campo de ba­talla escandinavo— adornaban su frontispicio. El deco­rado interior tenía también un aspecto bélico: lanzas por vigas y el tejado formado de rodelas y adargas.

Siempre vigilado, para que no se apagara, en medio de la sala ardía el fuego sagrado. Durante el día, la sala estaba desierta y abandonada; pero muy de mañana ve­nían los einherios (guerreros) y luchaban entre sí hasta vencer o morir, como si peleasen en la tierra.

Al llegar la hora de la comida, retirábanse los ven­cidos y todos iban al Walhalla; allí tomaba asiento Odín en el trono que tenía dispuesto, y a su lado los lobos Geri y Fenris o Freki. Los einherios se sentaban también y comían la carne del jabalí Saehrimnir, que se mataba y consumía diariamente.

Para beber tomaban el embriagador met que ma­naba de las inagotables ubres de la cabra Heidrun. Sólo Odín bebía vino, y éste le bastaba para saciar su ham­bre y su sed; con la carne del jabalí que se le ponía de­lante cebaba a sus lobos.

Durante la comida, las hermosas walkirias servían a los héroes, escanciaban el met a los einherios y alar­gaban a Odín el cuerno repleto de vino.

De ver en cuando, el ejército de los espíritus, acau­dillado por el dios Odín, recorría los aires y su ruido parecía ser el de una caza salvaje. Por eso en el Norte, cuando sopla de noche el huracán, dice la gente del campo que en el cielo están los dioses de caza.

Además de los dioses y diosas había unos seres intermedios entre aquéllos y los hombres, o sea los gigantes, que eran los arquitectos de las construcciones colosales de los palacios en donde habitaban los dioses; los enanos, hábiles forjadores de armas divinas, cuyo jefe era Wieland; las walkirias, mensajeras celestes que, en los campos de batalla, cuidaban de recoger a los muertos y de llevarlos al Walhalla.

En categoría inferior a estos seres, existían también una multitud de espíritus o genios —elfos y trolls— que jugueteaban con los míseros mortales, unas veces ayudándolos, otras burlándose y aun perjudicándolos.

El divino Odín siempre iba armado con un casco de oro y una brillante coraza y empuñaba en la diestra la lanza llamada Guguir, forjada por los enanos y a la que nadie ni nada podía detener.

Sleipnir era el más ágil y el mejor de todos los ca­ballos, pues tenía ocho patas y no existía obstáculo que no pudiera franquear. Montado en él le gustaba a Odín salir a sus cacerías salvajes.

El Walhalla era inmenso. Tenía quinientas cuarenta puertas, cada una de las cuales podía permitir la entra­da de ochocientos combatientes en línea de frente. Y aquí, en este grandioso y magnífico palacio, los héroes pasa­ban el tiempo en medio de juegos guerreros y de festi­nes, presidiendo siempre Odín.

Para saber todo cuanto ocurría en sus dominios, Odín tenía sobre sus hombros dos cuervos llamados Munín y Hujín, o sea, «la memoria» y «el pensamien­to», quienes le contaban al oído todo lo que habían visto y escuchado, pues cada mañana el dios los enviaba a lo lejos, para que recorrieran todos los países e inte­rrogaran a los vivos y a los muertos.

En cierta ocasión, hiriéndose a sí mismo con su lanza y colgándose del árbol del mundo, Odín llevó a cabo un rito mágico que le debía rejuvenecer.

En efecto, durante los nueve días y nueve noches que duró el voluntario sacrificio de permanecer suspendi­do de un árbol, agitado por el viento, el dios esperó que alguien le llevara un poco de comida o un poco de bebida, pero nadie llegó. Entonces, observando la exis­tencia de tierras cerca de sus pies pudo atraerlas hacia sí y, encaramándose sobre ellas, se vio librado rápida­mente por una fuerza mágica.

Inmediatamente Mimir le hizo beber un poco de hi­dromiel, y Odín, después de realizarse su resurrección, empezó a mostrarse sabio en palabras y fecundo en obras útiles.

Después de crear a Aské, el primer hombre, y a Em-bla, la primera mujer, Odín compartió el reino celestial junto a su esposa Friga, la Tierra, y con su hijo Thor, que desataba el trueno. Alrededor de ellos actuaban los ases, gobernadores del mundo, que estaban alojados en suntuosas moradas.

Para comunicar el Cielo con la Tierra, Odín ordenó construir un puente multicolor, que fue el Arco Iris. Sin embargo, para que no pudieran entrar en él los gi­gantes malvados, colocó un centinela, Heimdal, el dios del diente de oro, símbolo del día, el cual «tenía un oído tan sumamente fino que oía crecer la hierba en el suelo y la lana en el lomo de las ovejas, aparte de que su vista era tan extraordinaria que veía todo lo que su­cedía a mil leguas a la redonda».

domingo, 8 de marzo de 2009

Ella


Yo soy la Virgen.
Yo soy la diosa.
Yo estuve aquí al principio.
Yo estaré al final.
Yo soy la Serpiente Virgen,
la intocable, la incorruptible.
Yo soy Ella.
Hoy seré tu Virgen,
hoy seré tu diosa.
Deja que mi vientre te lleve hasta Venus,
noble hijo de Caín.

MITOS NÓRDICOS ESCANDINAVIA


EL DIOS ODIN O WOTAN

Cuenda el Edda que antaño hubo un rey (Gylfi, en. nórdico), que para premiar los maravillosos traba­jos que en su obsequio realizó una especie de danzari­na ambulante que pasó por su reino, le dijo:

—Te daré, dentro del país donde gobierno, tanta tie­rra de cultivo como puedan arar cuatro bueyes en un día y una noche.

Aquella mujer era de la raza de los ases o asen, nombre que significaba lo mismo, habitantes de cierto apartado país de dioses, y, haciendo uso de su mágico poder, cogió los cuatro bueyes, que también tenían algo de sobrenatural, los unció a un arado, y tanto profun­dizó éste en la labor, que arrancó toda la tierra por donde pasaban y se la llevó hacia el mar, con dirección al Oeste, hasta llegar a un estrecho, donde se detuvie­ron para arrojarla, mientras que todo el sitio donde antes había estado la tierra se llenó de agua.

La mujer milagrosa dio a dicha tierra, arrancada de Suecia, el nombre de «Saelund» (Zelandia), y de «lago», sin precisar más, al agua que quedó detrás de ella, con­virtiéndola así en isla.

Cuando el rey o gylfi vio el prodigio realizado por la mujer de los ases, quiso saber, temeroso ya de ma­yores males, si el poder que tenían tales gentes era pro­pio de las razas o de las divinidades que éstas adoraban. Y disfrazándose de viejo trotamundos, emprendió, en el mayor secreto, un viaje hacia la lejana tierra de aquellos hombres misteriosos, llamada en lenguaje nór­dico Asgard.

Pero como los ases, por su naturaleza sobrehumana, poseían la cualidad de adivinos, mucho antes de que llegara el real viajero ya sabían que había emprendido la marcha, y se prepararon para recibirle produciendo en él deslumbrantes visiones de hechicería.

Así, cuando llegó el rey, lo primero que se ofreció a su vista fue una altísima plaza pública cercada y cu­bierta, cuyo techo estaba formado por bélicos escudos de oro, en vez de vulgares bardas de corral.

En el portal de aquélla hallábase un hombre entre­tenido en hacer juegos malabares con cuchillos, de los cuales mantenía siempre en el aire no menos que siete a la vez.

—¿Cómo os llamáis y qué queréis? —preguntó éste al recién llegado.

—Me llamo Peón y deseo que me den albergue para pasar aquí esta noche, y saber, además, a quién per­tenece aquella admirable plaza —respondió el viajero.

—Al rey —contestó el hombre que hacía las veces de portero—, y, si quieres, yo mismo te llevaré a su pre­sencia.

Dicho lo cual, entraron ambos en la plaza e inmedia­tamente se cerró tras ellos, por sí sola, la puerta.

A la vista del forastero se ofrecieron multitud de hombres, de los cuales unos jugaban, otros bebían, y otros se ejercitaban en combatir con las armas primi­tivas de que iban provistos. Más allá había tres estra­dos en los que estaban sentados tres graves personajes. El más alto de los asientos lo ocupaba el rey, cuyo nombre, «Har», significaba «Sublime». Los otros, más bajos, eran para los que parecían ser sus ayudantes o ministros.

A esta especie de tribunal, que algo tenía de trini­dad, dirigió el viejo forastero una interminable serie de preguntas, que le fueron contestadas, acerca de la naturaleza de los dioses, del origen del mundo y del final que tendría. De todo obtuvo su correspondiente respuesta.

Le dijeron que mucho antes de que existiera el mun­do, el Padre Universal y Eterno habitaba en su palacio de la Luz, mientras que Sutur el Negro, vivía en las regiones de las Tinieblas o reino de los Muertos, rodea­do de doce ríos hirvientes y venenosos.

Entre estos dos palacios, representación del más in­tenso resplandor y la más total oscuridad, existía la Nada, el Caos, el insondable abismo, sin conocerse ni mar, ni tierra, ni vientos, ni siquiera el cielo que se cierne sobre nuestras cabezas.

Los vapores que erraban por el espacio, salidos de los ríos venenosos, se condensaron, y el veneno que contenían se transformó en escarcha, que cayó al abis­mo. Las chispas que saltaban de la región del fuego fundieron el hielo, y sus gotas, al caer, formaron a Imer, progenitor de los gigantes del hielo,-raza odiosa y mal­vada, que eran anteriores al mundo.

Nada más nacer Imer, a su alrededor no había otra cosa que nieve, hielo y agua, con lo que no sabía de qué alimentarse. Pero he aquí que un rayo de sol derritió la nieve y surgió una vaca maravillosa, llamada Andumia, cuyas ubres manaban leche a raudales.

Con ella se alimentó Imer, y tal vigor adquirió, que rápidamente formó otros gigantes de gran valor y ex­traordinaria violencia. En realidad, del sudor produ­cido en la mano izquierda de Imer durante su sueño nacieron un hombre y una mujer, y de uno de sus pies un hijo con seis cabezas. De él procedía la raza mal­dita de los gigantes malhechores.

La vaca Andumia alimentaba a los gigantes, pero como no había pastos no tenía con que alimentarse, por lo que lamía las piedras cubiertas de sal y hielo. Y poco a poco fueron saliendo de estas piedras la ca­beza, el tronco, los brazos y las piernas de un hombre joven llamado Bora, progenitor de los dioses.

¿Qué ocurrió con Imer? Al fin murió asesinado y su cuerpo fue a parar al abismo. Con él se formó el mun­do, de su carne la tierra, de su sangre el mar que la rodea como un anillo, las montañas proceden de sus huesos, los bosques de sus cabellos, de su cráneo el cielo, de sus sesos los pesados nubarrones y de sus dien­tes las piedras. En cuanto a las chispas que brotaban de la región del fuego, sirvieron para formar con ellas, en el cielo, las estrellas.

Por lo que respecta a los ases, éstos eran de origen divino. Fueron formados por su dios Odin (el Wotan germano), de dos deformes troncos de árbol, el uno de fresno, y el otro de olmo. Al del fresno lo convirtió en hombre, y al del olmo en mujer; de ellos proviene la actual humanidad, que tuvo en primer lugar el alma y la vida; en segundo, la inteligencia y el movimiento; en tercero, la palabra, el oído y la vista.

Y después que Odín creó al hombre y a la mujer les dio como morada un sitio excepcional: un paraíso.